viernes, 7 de mayo de 2010

3, 2, 1...

Hay algo que no me termina de gustar de las últimas horas de la tarde. El sol ya no brilla con la misma intensidad, pero tampoco ha llegado la calma de la noche. La gente quiere volver, pero no puede porque el horario de trabajo no ha terminado, el caos del tráfico ya se augura.

Son las cinco de la tarde, de un día de otoño como cualquier otro, por suerte estoy en casa pero los recuerdos de tener que salir a cursar a esta hora cuando las tareas del resto de los mortales estaban terminando aún me acechan.

El verano, aunque uno esté trabajando, transmite ese "no sé qué", ese "es feriado todos los días" cuando comienza a anochecer. Se agradece que baja la temperatura y las tardes sean más duraderas. En cambio, las tardes de otoño me recuerdan a los domingos por la noche: se extingue el fin de semana, pero la rutina no nos ha secuestrado todavía; tenemos tiempo libre, pero para prepararnos para la semana.

Supongo que depende de cada uno disfrutar de esos "no momentos", no dejándonos llevar por la ansiedad de la transición. Tal vez de eso se trata este texto sin sentido claro. De recordarnos que alguna vez pudimos disfrutar de los atardeceres, porque cada segundo en que va bajando el sol sobre los edificios de la ciudad es un instante único, porque no es necesario que se ponga sobre el mar para que sea mágico.

¿Y si en lugar de apurar al sol para que sean las seis y podamos regresar a nuestras casas, sólo nos dedicamos a estar?

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