viernes, 1 de octubre de 2010

Érase una vez un enorme garrote...

Desde que tengo memoria me han interesado las relaciones. Me resulta mágico cómo los seres humanos interactuamos, nuestros esforzados intentos por comunicarnos con palabras, gestos, actos. Muchos de esos son al comienzo fallidos, por más que digamos las palabras correctas, y se resuelven simplemente en silencio. No hay recetas, hay personas.

En artículos que he leído, plantean que muchas de las maneras en las que nos desenvolvemos los seres humanos, se deben a cómo lo hemos hecho a los largo de siglos y siglos, desde las cavernas hasta el presente, grabándose en nuestro cerebro. Eso me generó una idea en el mío...

Imagino un cavernícola con garrote, no como lo pueda plantear un historiador, eso no. Uno como el de los Picapiedras. Confieso que no me resulta muy sexy, aunque quizá a una mujer de esa época, no le atrajera nada tanto como un buen chico con cuerpo de patova, estado físico admirable, cazador, y con un enorme garrote para defenderla de los animales que pudiesen atacar o de otro peligro inminente.

¿El tamaño importa? Sí. Por algo las venus (pequeñas estatuillas femeninas) eran regordetas y voluptuosas. Las reservas de grasa eran importantes para sobrevivir y los órganos reproductores, esenciales para mantener la especie. Sé que hoy en día no tendría sentido que fuésemos todas rechonchas pero la voluptuosidad sigue siendo valorada. En el caso masculino, el garrote ha evolucionado y se ve representado en otras formas de protección.

Podremos ser muy progresistas, pero nuestros comportamientos históricos han quedado en nuestro cuerpo, se han grabado en la humanidad. No digo que no se puedan modificar, pero sí que sus orígenes pueden no pasar únicamente por una cuestión ideológica, sino por algo más instintivo. Sobreviven aún, en parte deformados, evolucionados o involucionados. Ellos son nuestra herencia, no nuestra condena: cómo queremos que sean de hoy en más, depende de nosotros.

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